miércoles, 9 de noviembre de 2011

Momentos inexistentes.


En noches como esa, lo que más desea una es estar rodeada de buenos amigos, asustándonos unos a otros y comparando disfraces terroríficos que nosotros mismo fabricamos. Cuando la luna sale de su escondrijo nos indica la hora de disfrutar al máximo lo que queda de noche, y ¡aún  queda!
Nuevas caras y gente conocida se pasea conmigo contándome batallitas de su verano pasado, de las clases, de sus amigos, de cualquier cosa que se les venga a la cabeza, y siempre haciéndome de reír. Nos vamos separando en grupitos de tres para cruzar las calles estrechas siempre llamando al de la otra punta con un “¿Verdad tío?” A su vez las carcajadas del resto se confundían con el frío de una noche de octubre.
Llegar a tu destino dejándote llevar por el encanto de la gente y el amor que desprenden algunas parejas (yo sintiendo envidia, pero no deseando ningún mal). El placer de estar al lado del chico que te gusta, aún sabiendo que no te es correspondido aunque él no se pispe de nada de lo que tu aura desprende. Acercándome a su lado procuro empezar una conversación sustancial, sin quedarnos en el típico “Bien, ¿y tú? Bien”. No hay nada como respirar su aroma que el fresco céfiro arrastra hacia nosabedonde. Sin previo aviso, me lanza una sonrisa y como acto reflejo se la devuelvo.
La juerga llega a su fin y cada uno decide marchase a su casa por caminos distintos. Me da miedo ir sola por la calle, pero me hago la valiente y les digo que por mí no se preocupen. Ya la felicidad se va disipando: los mejores momentos han pasado. Ahora toca regresar a la realidad, que es igual de cruda que la carne, pero en este sentido, en buen estado. ¿Habrá una próxima vez igual o mejor que esta? Es la pregunta que siempre se me pasa por la cabeza cuando lo bueno se acaba. Y definitivamente, hoy encontré la respuesta.
Tras doblar unas cuantas esquinas y cruzar una carretera de las otras dos que me quedaban, alguien jaló de mi brazo. Paré asustada y me giré inmediatamente, pero el miedo y la cobardía se disiparon al ver que él me había estado siguiendo. No dudé en preguntar qué hacía por allí, no era su camino. Quería ofrecerme lo que nunca nadie ha hecho: ver una película juntos. Aunque la idea me agradaba muchísimo, estaba inquieta porque el lugar no estaba claro. En el cine era imposible, a las 3 de la mañana no abren nada. Su casa pillaba lejos, con lo cual, sólo quedaba la mía. Tras pensar que lo había hecho a propósito le dejé de dar importancia al asunto y nos dirigimos a mi casa. Por suerte (o por casualidad, que siempre es tan oportuna) no había nadie en casa. Después de quitarme el disfraz (a él no le gustaba ese tipo de vestimentas pero igual le divertían) le ofrecí una taza de leche con cola-cao que aceptó divertido.
La noche transcurrió amena, a veces había momentos de silencio en los que analizaba la situación incrédula y no me atrevía a preguntar lo más obvio: ¿Por qué? ¿Por qué estaba pasando la noche aquí conmigo? ¡Cómo estaba pasando todo esto! Desde luego que parecía un sueño. Pero un sueño demasiado real. Apareció una imagen muy llamativa que hizo olvidarme de todo. Se la señalé y noté como acercaba su mano a la mía. Ese roce me hizo estremecer. Todo mi cuerpo se paró unas milésimas de segundo para analizar física y psíquicamente la situación antes de volver en sí y seguir su juego. Notaba el calor de sus manos. Notaba como mi casa se convertía en un paraíso.
En efecto, todo era un sueño.

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